Los peces dorados (Carassius auratus) exhiben una diversidad morfológica significativa como resultado de miles de años de domesticación. Los primeros cambios en la genética de estos peces se dieron en China, durante la dinastía Song (960 – 1279 AD). Durante este primer periodo los peces eran seleccionados buscando destacar las variantes de color dorado y rojo, considerados auspiciosos y visualmente más atractivos.
Con el tiempo, los criadores ornamentales han seguido seleccionando intencionalmente otras características más allá del color, como la forma del cuerpo, el tamaño, y la estructura de las aletas. Esto ha llevado al desarrollo de múltiples razas con características distintas, como cuerpos redondeados o alargados, aletas exuberantes, y variaciones en la forma y tamaño de los ojos.
Como consecuencia de generaciones y generaciones de peces seleccionados por los humanos se han dado variaciones en su genética y fenotipo que ponen de manifiesto los límites éticos que hay que aplicar para estas prácticas, y que podrían implicar compromisos en términos de salud y funcionamiento.
En cautividad, los peces dorados están liberados de muchas de las presiones selectivas presentes en entornos salvajes, como la depredación y la competencia por los recursos. Esto permite que sobrevivan y se reproduzcan peces con rasgos que serían desventajosos en la naturaleza.
Por ejemplo, alterar exageradamente los rasgos de los peces pueden conducir a problemas de natación, trastornos digestivos y otros problemas fisiológicos relacionados con su morfología.
También la cría intensiva enfocada en ciertos rasgos puede reducir la diversidad genética, lo que puede hacer que los peces sean susceptibles a enfermedades y menos capaces de adaptarse a cambios ambientales.
Por eso, es importante que los rasgos que se promuevan en los peces ornamentales, no solo afecten a los organismos vivos, también a largo plazo en la especie en su conjunto.